miércoles, 19 de junio de 2013

Admiración versus desapego

Ilustración:  Angel Pantoja


admirar.
(Del lat. admirāri).

1. tr. Causar sorpresa la vista o consideración de algo extraordinario o inesperado.
2. tr. Ver, contemplar o considerar con estima o agrado especiales a alguien o algo que llaman la atención por cualidades juzgadas como extraordinarias. U. t. c. prnl.
3. tr. Tener en singular estimación a alguien o algo, juzgándolos sobresalientes y extraordinarios.
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Dejar de sorprenderse es empezar a morir.

Mirar y admirar.  Admirar y amar.


Seguramente es posible amar sin sentir admiración, pero para amar a una persona por encima de las demás es necesario un plus:  El asombro, el reconocimiento de lo que es desconocido, un añadido de orgullo de nuestra parte por tener relación con esa persona, nuestra suposición de que tal ser es un poco más bueno, más noble, más sincero y menos cabrón que el resto de los mortales.



Lo justo:  Ni más, ni menos. Una persona demasiado perfecta da grima, nos hace sentirnos unos gusanos y, por poco que tal persona esté informada de su perfección, la perderá en aras de su orgullo.  Y por otro lado, quien no busque la excelencia en una pequeñita parcela de su vida, la que sea, está condenado a la desidia más absoluta.

Necesitamos sentir que las personas a las que amamos, nuestras familias, nuestros amigos, nuestros profesores, son singulares, especiales, originales.  Que tienen aquello a lo que nosotros aspiramos, porque queremos impregnarnos de esas cualidades, que nos ayuden a ser mejores a nosotros mismos.  


La paradoja consiste en que deseamos ser aceptados tal cual somos, deseamos ser queridos incondicionalmente, no por lo que hacemos.  Pero, sin embargo,  nos sentimos defraudados cuando vemos un resquicio de defecto en ese baremo por el que habíamos sopesado la bondad del otro.  


Tenemos dos varas de medir, por más que nos pese y queramos dárnoslas de ecuánimes:  Deseamos ser queridos a pesar de nosotros mismos y buscamos, aunque sea imposible, la idealización en el, o la que tenemos enfrente.  


¿Y si perdiéramos el miedo a vivir la vida sin baremos, tablas y hojas de servicio?  ¿Y si reviviésemos cada día la locura del descubrimiento, la ingenuidad y la limpieza de corazón del que piensa que todo el mundo es bueno?


¿Y si perdiéramos el miedo a no ser queridos?  ¿Si arrostráramos la opinión del otro con la tranquilidad de que, quizá, no vamos a gustar?  ¿que no vamos a ser comprendidos, sin angustia?  Qué liberación sería esa.


Angel González, en su poema "Porque tú me imaginas" expresa esa dependencia de la opinión de quien le está mirando así:



Porque tú me imaginas 

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,

con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso. 


Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa.
Verán viva
mi carne,
pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita...


¿Cómo conseguir el desapego sin caer en el cinismo del descreimiento? ¿Cómo aceptar que no vamos a conseguir la perfección y asimismo dejar de exigírsela a los que nos acompañan en el camino, sin perder la ilusión?  ¿Cómo conseguir esa libertad interior?  

3 comentarios:

  1. Buen post!!!, la libertad comienza en el momento en que tu mente no va unida a las ataduras de la razon.

    besos

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  2. O también podríamos decir que la libertad comienza en el momento en que nuestra mente no va unida a las ataduras de la razón -de los demás-.
    Si mi razón es producto del diálogo de MI mente con MI cuerpo y si ambos escuchan a MI estómago, todo va mejor. Y si escucho a quien me hace una crítica constructiva y ésta me sirve, pues la tomo en cuenta también, por la cosa de la subjetividad y eso...
    Pero quien pretende que todo el mundo esté contento -y sé de lo que hablo- al final no contenta a nadie.

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  3. Y un beso también para ti, Verónica.

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