No soy católica, empecemos por ahí.
Aún así voy a ver las procesiones. Me dejo llevar por las sensaciones de todo tipo. A ratos observo, a ratos analizo, pero también trato de llegar, buceando entre las sensaciones, a la historia que inspiró "toda esta historia".
Se puede estar dentro o fuera, lejos o cerca. He aquí diferentes perspectivas.
De pie o de rodillas
Esta primera experiencia no la viví yo, sino un señor que ahora pasa de los ochenta años y la vivió -y sufrió- cuando era un chaval:
Cartagena, alrededor de 1940:
Eran los primeros años de la dictadura de Franco. La guerra civil la perdieron todos, dicen. Pero unos más que otros. Perdió más el que quería pensar por su cuenta, el que buscaba libertad de expresión y el que no comulgaba con ruedas de molino.
Era Semana Santa. Habían clausurado, nada más acabar la guerra, las iglesias protestantes. Se reunían en las casas o en el campo, a escondidas. Pero había muchas maneras de verse expuesto a la dictadura del nacional-catolicismo.
Un adolescente iba por la calle con su tío. Se acercaba una procesión, con el cura al frente, báculo en mano. A su paso todo el que estaba en los bordes del camino se arrodillaba. Antonio y su tío guardaban respeto, pero no se arrodillaron.
El cura paró la marcha al verles. Les ordenó doblar la rodilla. El tío de Antonio se negó. Volvió el cura a ordenárselo y a negarse, no sin zozobra, el hombre. Enfrentarse iba a tener sus consecuencias. Lo sabía. Pero tenía sus principios. El sacerdote, lleno de amor cristiano, descargó con fuerza el báculo que llevaba en la mano sobre su hombro.
Tuvo que arrodillarse el disidente y permanecer así mientras terminaba de pasar la procesión.
¿Creéis que se ganó un fiel aquel día ese cura? Yo me sublevo aún en nombre de aquel adolescente.
Desde un balcón o a pie de calle
1982 en una ciudad en la que existe una enorme basílica que rememora un hecho que nunca ocurrió.
Durante ese año viví en la ciudad a la que he vuelto, esta vez para quedarme, por amor.
La recuerdo llena de uniformes militares y sotanas. Desde la azotea de mi casa contaba las torres de siete parroquias al menos, cerquita unas de las otras, sin contar la mole que tanto visita la gente y que está a un paso de donde yo vivía. Cerca está la catedral, mucho más humilde, destrozada en su fachada principal por el barroco que todo lo emborronó en los siglos de la Contrareforma española. Los laterales, de estilo mudéjar, son preciosos. Siempre la preferí.
Ese año vi las procesiones de Semana Santa desde un balcón. Desde arriba veía el pellejo de los tambores salpicado de sangre, porque muchos de los cofrades no se ponían guantes.
Recuerdo a mujeres vestidas de negro detrás de cada paso. Algunas descalzas, otras arrastrando cadenas en los pies.
Todo ello me resultaba extraño. No acertaba a entender qué pecados querían pagar con esos gestos, qué promesas habrían hecho. Pero sobre todo no podía entender qué imagen guardaban de Dios. ¿Por qué ese Dios iba a aceptar con agrado semejantes sufrimientos?. ¿Qué sadomasoquismo había en la relación que establecían muchas de aquellas gentes con Él?.
Año 2010. Viernes Santo en la augusta ciudad. A pie de calle.
Esta vez he visto, casi tocado y también olido todo lo que pasaba. No sé si podré ordenar todo lo experimentado.
Esta no es tierra de saetas ni piropos a la Virgen. Es un pueblo que habla fuerte pero siente hacia adentro. Ya no he visto sangre en los tambores, ni cadenas en los tobillos de ninguna mujer. La única tortura supongo que habrá sido la de andar con tacones altos y aguantar derecha la peineta y la mantilla de las manolas, tan elegantes. En el pecado llevan la penitencia.
He visto los ojos de aquellos que se esconden bajo los capirotes. Siempre me dio un poco de repelús la imagen de los cofrades con la cara tapada. Pero ahora creo entenderlo un poco mejor.
Algunas cofradías llevan una especie de antifaz, no llega a esconder del todo su cara. Por los lados se entrevé la barba de tres días, la papada, el maquillaje de algunas mujeres, a alguien mascando chicle... Personas diferenciadas. La cara tapada les unifica. No es un acto de soberbia, sino de humildad. En ese momento no se puede hacer distinción entre unos y otros.
Están al servicio de lo que representan. Eso está bien.
Me ha gustado ver a tantos niños siguiendo la procesión con sus tambores pequeños. Eso quiere decir que el hecho cultural no muere. A esos niños probablemente les gustará ir a McDonalds, pero siguen las tradiciones de sus padres. No todo está perdido en esta aldea global.
Yo no voy a postrarme nunca ante una imagen. Casi todas, además, en esta ciudad, carecen de valor artístico o histórico, según creo. No hay ningún Salzillo entre sus pasos.
Pero me dejo impregnar de un sentimiento naïf al ver la secuencia de escenas, recordando el hecho que representan.
Nadie me ha obligado a arrodillarme.