Anhedonia es un no-lugar.
No hace frío ni calor. No es silencioso, pero ni aún tu voz suena clara. Ni que decir tiene, que las voces de los demás no logran hacerse entender.
No existe un horizonte, por tanto no hay una meta ni un camino cierto. No te puedes ubicar, porque no hay ningún punto de referencia. Pero eso no significa que transitar por Anhedonia sea tarea fácil. Aunque no sepas hacia donde ir, ni si hay siquiera una salida, levantas los pies, pero no puedes avanzar. Están hundidos en un farragoso mar de arena formado por la erosión de rencores, esperanzas, anhelos que se autoproclaman imposibles y recuerdos del pasado, todo ello desgastado por el uso y abuso, por el roce que los ha ido haciendo cada vez más pequeñitos, más resbaladizos y más indescifrables.
El tiempo está suspendido en un instante anodino y no por ello carente de cierta agonía, porque no pasa ni te acerca a la vida ni a la muerte.
Eso es. Ni estás vivo ni estás muerto.
Pero de golpe una sacudida te conmueve y sientes un dolor muy fuerte. Te ahogas en tu dolor. No puedes respirar y te desgarras o se desgarra el pellejo que contenía esa espesa y pesada nada que te envolvía y te conformaba.
¡Qué placer sentir ese dolor! ¡Qué sorpresa, ver que puedes romper a llorar por fin! Ese mar de arena se va vaciando por el desgarro y no dejas de llorar en días. Ya no hay más vacío, se te rompe el pecho mientras compruebas que estar viva duele. Eso te da la risa floja, y ríes con la cara mojada. ¡Y resulta placentero también reír!
Y el tiempo se sucede, y sabes que un día morirás, pero no ahora. Y tus ojos ya se han lavado y dejan ver, por fin, que hay alguien ahí dentro. Y es un alivio para ti y para quien intentaba acompañarte, como si eso hubiese sido posible.
Y aceptas el regalo de sentir. Lo que sea, lo que traiga la vida, pero sentir. Qué descanso.