domingo, 28 de octubre de 2012

Y se dio cuenta...




"La muerte jugando al ajedrez", mural de Albert Målare, en la Iglesia de Täby, Diócesis de Estocolmo



...de que se había comportado toda su vida como una onanista de la muerte.  Así que tomó una decisión:
Cambiar de amante imaginario.






Camina y no revientes.











Josechiyah



Aprender a decir adiós sintiéndolo como parte -y arte- de la vida.  No como un paso más hacia la muerte, sino como cambio tozudo,  invitación a ir hacia delante.

No importa si te gusta o no, si lo has elegido o te es impuesto.  La realidad es muy tozuda y es indiferente a lo que tú sientes.  No importa si es justo o injusto, porque la historia siempre la escriben los que se creen vencedores.  Así que no te emperres en luchar contra lo que no hay.  Hay lo que hay y ha dejado de haber lo que fue.  O lo que tú crees que fue.

Ya no reconoces a los que consideraste íntimos.  Tienes que admitir de una vez por todas que ellos ya hicieron borrón y cuenta nueva hace tiempo.  Por eso no funcionaban ya los intentos de comunicación y te encontrabas perplejo después de una conversación telefónica, por ejemplo.

No te asomes más a su mundo, no busques, que nada se te ha perdido allí.

También ellos se han perdido algo.  Si tú crees muchas veces que el victimismo -esa cosa de mal gusto, tan poco elegante- ha estado demasiado presente en tu vida, piensa que también ha podido hacer mella en ellos.

Esto es lo que hay.  Ahora, camina y no revientes.

sábado, 20 de octubre de 2012

Sherezade sin nada que contar




A Sherezade se le ahogaron las palabras.

Siempre había sido una cuentista.  O una cuentera.  O...  ¿Cómo decirlo sin estar diciendo al mismo tiempo que era mentirosa?  Porque no lo era, no.  Quizá sea una cuestión de artículo:  No es lo mismo decir "fulanito es un cuentista" que "fulanito es cuentista".

El caso es que Shere siempre había sabido encandilar a quien se le pusiera por delante.  Cuando era pequeña no era muy juguetona.  No en sentido físico.  Ella siempre había jugado con las palabras.  Las juntaba, cambiaba el orden, las repetía con sonsonete, las cantaba...  Tenía una voz bien modulada y lo sabía.

Ella notaba que era escuchada porque, cuando hablaba, los demás no quitaban los ojos de su cara, la seguían en sus gestos y dejaban traslucir sus sentimientos sin darse cuenta de que estaban mostrando su alma ante ella.  Shere también dejaba ir mucho de sí misma mientras contaba lo que contaba, pero nunca dejaba de observarlos a ellos y sus reacciones.  Nunca utilizó su don para mal, no era maquiavélica.  Era capaz de decir barbaridades si se enfadaba, sí, pero cuando uno está enfadado no está para cuentos, eso todo el mundo lo puede entender.


Ese don le sirvió para entretener a niños, enamorar a hombres, conseguir que otras mujeres no la viesen como una amenaza, la ayudó a calmar miedos, dar ánimos y crear seguridad.

Mientras las palabras fluyeron en su justa medida de su cabeza a su boca, pasando por su corazón, todo fue bien.  Eran como un río, a veces caudaloso y lleno de remolinos y saltos, otras veces un riachuelo que se podía cruzar sin peligro.  Pero siempre fluyendo.

Sin embargo, todo cambió cuando vinieron las lluvias.  O los lloros.  En la vida de las personas hay épocas tormentosas que producen muchos daños.  Eso le pasó a Sherezade, la cuentista.  En su cabeza empezaron a acumularse los árboles caídos del dolor, los desechos que dejaron las afrentas no perdonadas, los desaires en forma de trapos a la deriva y el desorden de todo ello hizo que las aguas se enturbiaran, se embarraran,  se acumularan y todo lo anegaran.

Si hubiese podido decir lo que sentía, dejando que se posaran los lodos, sus palabras quizá hubieran sido fáciles de entender, hubiera podido limpiar el fondo del cauce y todo hubiese vuelto a la normalidad.  Pero no.  Ni encontraba las palabras justas ni sus oyentes se habían quedado a ver cómo llovía.  Cada cuál fue a guarecerse del chaparrón como mejor pudo y ella se quedó allí, empapada e impotente.

Ahora, después de que el sol del verano haya secado sus ropas, rebusca entre el barro y en silencio algo de su antiguo saber.  Un poco de agua limpia, quizá, en un cazo que quedó milagrosamente a salvo del desastre, un poco de agua para aclarar la voz.  Después buscará una fuente en la montaña, dejando atrás la zona devastada y sus antiguas historias, se lavará bien y se pondrá en camino.

Sherezade no sabe adónde va.  Deberá aprender otra vez las palabras -no sabe con qué acento- pero confía en que serán pulidas, brillantes y llenas de un significado nuevo.  Volverán entonces a fluir libremente, unas veces formando un ancho caudal y otras un arroyo casi seco, e intentará limpiar el cauce de vez en cuando para que nunca más, nunca, vuelvan a estancarse y ensuciarse las palabras en su cabeza.  Volverán a pasar por su corazón y quién sabe si quizá, alguna vez, un sediento podrá saciar su sed de ser comprendido a través del espejo que son los cuentos y las historias contadas con amor y oficio.