martes, 21 de septiembre de 2010

Aprendiendo a amar una tierra.



La gente había quedado de forma espontánea y fueron miles. Todos con un mismo fin, pero por un sentimiento singular, a la vez.

Para unos despedir a José Antonio Labordeta era reconocer a un hombre que había sido valiente y había defendido a su país, a Aragón, sin complejos tontos, como los que tienen aquellos que temen ser considerados de pueblo por su acento y por los estereotipos de lo que, supuestamente, es un aragonés. Otros fueron a despedir al hombre de izquierdas. Otros más al Abuelo, ese hombre entrañable en su ternura p'adentro, socarrón -somarda lo llaman a eso en esta tierra- y con mal pronto como le pisases el callo. Al hombre de ojos fieros que tanto podía expresar con una mirada.

La noticia, a nosotros, nos pilló en La Campana de loa Perdidos, allí donde los perdidos nos reencontramos. Una llamada de teléfono para decir que había muerto hora y media antes hizo el silencio por un momento e, incluso los que ya pensábamos en irnos, pedimos otra copa, para brindar por él. Cada uno demostró su sentimiento a su manera y todos contamos algo de lo que significaba para nosotros.


Mi cada vez más amigo Guitarrista contó cómo le había acompañado a comprar una guitarra y cómo Labordeta le había ofrecido quedarse con la que había tenido hasta entonces. Guitarrista no lo tomó muy en serio, pero luego comprobó que cuando el hombre daba algo no era de boquilla, era de verdad.

Paloma, con lágrimas en los ojos, contaba cómo había sido maltratada en una manifestación y cómo él, de forma espontánea, la introdujo en una emisora de radio y habló con quien tenía que hablar para que ella pudiera denunciar lo ocurrido. Luego se preguntaba si yo era capaz de entender qué significaba Jose Antonio Labordeta para un aragonés.

Susana no decía nada. Era de las que ya tenía la chaqueta puesta para irse, pero sintió que ese momento era para compartirlo. Seguro que podría contar muchas cosas, pero andaba llorando para adentro, como ayer en la concentración junto a La Aljafería, donde acompañamos al Abuelo y a su familia y nos acompañamos unos a otros.

Elena siguió en su sitio, sirviendo copas,oyendo, viendo y callando, como siempre, pero ella era la que nos había dado la noticia, y ayer, en La Aljafería, donde no habíamos quedado pero nos encontramos, pudo prescindir del hecho de tener que aguantar el tipo detrás de la barra, desde la barrera. Quería involucrarse y ser una más entre tantísima gente.

Los demás, los que estábamos en La Campana la noche en que Labordeta murió, eramos "foranos" como algunos dirían aquí. No somos maños, pero aquí vivo yo y aquí vuelven los otros siempre que pueden. No se entiende. Un paisaje y un paisanaje que pueden parecer tan secos y cómo se hacen de querer al final, cuando te tomas el tiempo de conocerlos.
A mí Labordeta, las miles de personas que ayer cantaban de corazón, sin aspavientos y bajito -con lo que gritan hablando- y la mayoría de la gente que he conocido en este último año y medio de la mano de mi amor, me hacen ir queriendo cada día a esta tierra.
Otro día despotricaré, seguro. Pero es como con los miembros de la familia de una: Un día te los comerías a besos y otros te los comerías a "bocaos", pero son tu familia... Y que no te los toquen.

Entalto Aragón, aunque aún no entienda, en ocasiones, su "somardez".

Y viva Labordeta en nuestra memoria colectiva por siempre.